Adiós a Carlos Saura, ícono definitivo del cine español

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Falleció en su casa de Madrid, afectado por una insuficiencia respiratoria que a sus 91 años fue fatal. Carlos Saura, uno de los más grandes íconos del cine español, murió un mes después de haber alcanzado esos 91 abultados años de vida, experiencia y sabiduría.

 

Creador mayor y prolífico, Saura marcó un camino distinto y, con el tiempo, clásico y referente de cómo fue y es el cine ibérico, con una estética refinada en la que no fueron ajenos los fotógrafos que eligió y respondían a los nombres de Luis Cuadrado, Teo Escamilla, José Luis Alcaine, José Luis López-Linares y Vittorio Storaro, entre otros, además de sus propios intereses estéticos, a lo que agregó una coherencia ideológica inquebrantable.

 

Nacido en Huesca, Aragón, en 1932, vivió con su familia en zonas republicanas durante el conflicto, hasta que en 1941 se estableció en Madrid para ejercer la fotografía, una de sus actividades predilectas hasta el día de hoy; hasta que a los 29 años creyó que el cine era lo suyo y se inscribió en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC), donde obtuvo el título de realizador en 1957 con el corto «La tarde del domingo» y más tarde consiguió trabajo como profesor de prácticas escénicas.

Su debut en el largometraje fue con «Los golfos» (1960), un acercamiento a la juventud marginal española con influencias del Neorrealismo italiano que, al ser candidato a la Palma de Oro en Cannes, despertó las iras de la censura franquista por mostrar una realidad ajena a los mantones y las ‘españoladas’ al uso, inevitables en una industria presa de la liviandad y del concepto propagandístico, tal como recordaba semanas atrás un cable de la agencia Télam.

Fue en ese festival cuando estableció una cercana amistad con Luis Buñuel, quien había llevado la mexicana-estadounidense «La joven», y de quien se declaró su ferviente discípulo.

Su segunda película, «Llanto por un bandido» (1964), con Francisco Rabal, se acercaba a la vida de un bandolero rural seguido por un campesinado que al final traiciona, y en la que quiso ubicar a Buñuel como actor en el papel de un verdugo. La censura hizo cortar las secuencias en que aparecía el gran creador y el filme pudo ser estrenado, aunque sin éxito.

Luego de esos tropiezos siguió ejerciendo como profesor en la Escuela Oficial de Cinematografía e inició una etapa de colaboración con el productor Elías Querejeta que duró 16 años a partir de 1965, cuando dirigió «La caza», una áspera alegoría sobre el poder y las clases sociales en su país, que le ofrendó su primer Oso de Oro en Berlín como director.

Fue entonces cuando conoció a Geraldine Chaplin, quien venía de filmar «Doctor Zhivago» y con quien convivió hasta 1979, y a la que colocó de protagonista en «Peppermint frappé» (1967), «Stress-es tres-tres» (1968) y «La madriguera» (1969) – en «El jardín de las delicias» (1979) fue una extra sin acreditar – y más tarde en «Ana y los lobos» (1973) y su continuación «Mamá cumple cien años» (1979), junto al exiliado argentino Norman Briski.

Mientras tanto la dupla trabajó en «Cría cuervos» (1976), con otro exiliado, Héctor Alterio, «Elisa, vida mía» (1977), también con Briski, y «Los ojos vendados» (1978), películas enfocadas en lo político, social y psicoanalítico, que en algunos casos contaron con la colaboración en sus guiones de Rafael Azcona y donde el inmediato pasado español surgía como antes hubiera sido imposible.

Sin Geraldine en los elencos, la filmografía de Saura -que en la Argentina no se conoce completa- siguió con «Deprisa, deprisa» (1981), sobre jóvenes desorientados, y ese mismo año su amistad con el bailarín Antonio Gades lo llevó a inaugurar juntos su ciclo de flamenco iniciado con «Bodas de sangre» y completado con «Carmen» (1983) y «El amor brujo» (1986).

 

Otras de sus películas fueron «Dulces horas», con Assumpta Serna, y «Antonieta» (1982), con Isabelle Adjani, «Los zancos» (1984), con Fernando Fernán Gómez, Laura del Sol y Antonio Banderas, «El Dorado» (1988), con Omero Antonutti y Eusebio Poncela, «La noche oscura» (1989), con Juan Diego, «¡Ay, Carmela!» (1990), con Carmen Maura y Andrés Pajares, y la vuelta al musical con «Sevillanas» (1992), ya sin Gades.

Ese año participó como director en un episodio («El sur») de la serie de TV argentina «Cuentos de Borges», junto a varios realizadores españoles y entre ellos el argentino Héctor Olivera, con un elenco integrado por Banderas, Peter Boyle, Pastora Vega, Fernando Guillén y los locales Hugo Soto, Miguel Dedovich y Gustavo Garzón.

Volvió al cine de argumento con «¡Dispara!», con Banderas y Francesca Neri, más «Goya en Burdeos» (1999), con Paco Rabal, y los musicales «Flamenco» (1995), «Iberia» (2005), «Fados» (2007), «Flamenco, Flamenco» (2010) y «Jota de Saura» (2016), a los que hay que agregar la híbrida «Tango» (1998), rodada en la Argentina, con Miguel Ángel Solá, Cecilia Narova, Juan Carlos Copes y Mía Maestro.

Su última visita al país fue para filmar «Zonda, folclore argentino», estrenada en 2015 durante la postrera edición del festival Pantalla Pinamar, en esa ciudad balnearia. El maestro volvió a seducir con sus espejos móviles, sus encuadres, sus proyecciones dentro de la proyección, sus movimientos de cámara, pero por fuera de su voluntad el asesoramiento recibido no alcanzó a incluir figuras centrales – José Larralde, Nacha Roldán, Teresa Parodi, Ramona Galarza – , a cambio de entronizar a otras surgidas del marketing o venidas de las márgenes del género.

En 1997 adaptó al cine su propia novela, «Pajarico», y luego filmó entre otros títulos: el musical «Salomé» (2002) y el biodrama «Io, Don Giovanni» (2009, en Italia), las tres desconocidas por estas playas.