Un guion escrito por Trump que buscó desencadenar un golpe a la vieja usanza

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La invasión violenta de miles de simpatizantes de la ultraderecha a las sedes de los tres poderes en Brasilia, justo cuando se cumplía una semana del tercer gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, tomó llamativamente desprevenidas a las fuerzas de seguridad, en especial a la Policía Militar local y al Ejército. En efecto, el desalojo de los campamentos montados frente a varios importantes cuarteles, en especial el de la capital del país, en reclamo de un golpe militar era considerado una prioridad incluso antes de la asunción del líder de la izquierda. Los días pasaron, la tarea no se cumplió y ese nucleamiento militante se convirtió en el germen de un desafío gigante contra la democracia. El jefe de Estado decretó la intervención del Distrito Federal y puso la lupa con severidad sobre los efectivos que, por alguna razón, no previnieron el desastre.

Es una obviedad inevitable señalar que lo ocurrido remite a la toma del Capitolio de Washington por parte de hordas adictas a Donald Trump el 6 de enero de 2021. El guion de los hechos que sacuden a Brasil, en efecto, fue escrito en esa ocasión por el expresidente republicano, aunque algunas diferencias –sobre todo de contexto– iluminan las intenciones de los violentos de hoy.

El argumento de las dos situaciones es calcado: las derrotas de Trump y de Jair Bolsonaro fueron –se dice– producto de fraudes electorales montados por los respectivos establishments judiciales, mediáticos y políticos en beneficio de “la izquierda” o hasta “el comunismo” encarnados, por Joe Biden y Lula da Silva. Sin embargo, mientras que en el caso de Estados Unidos lo que la multitud reclamaba era que el Congreso no certificara el resultado de los comicios, lo que aconteció en Brasil fue un episodio más en la búsqueda crear un estado social de conmoción que “obligue” a las Fuerzas Armadas a intervenir con un golpe como el de 1964 y que, incluso, devuelva a Lula da Silva a la cárcel.

Intenciones

Esa intención fue explícita en las consignas de los acampes, tolerados no se sabe si por falta de deseo de reprimir o por complicidad, por la policía local y por el Ejército que tiene el monopolio de la actuación en los terrenos lindantes a sus cuarteles.

Además, ese objetivo fue confesado por el militante bolsonarista George Washington de Oliveira Sousa, quien fue detenido el sábado previo a la Navidad en medio de preparativos para hacer estallar un camión lleno de combustibles en las inmediaciones del aeropuerto de Brasilia.

Otra diferencia entre la toma del Capitolio y la Explanada de los Tres Poderes y sus edificios es que la primera fue prácticamente acaudillada por un Trump que todavía seguía en funciones, mientras que la segunda se produce cuando Bolsonaro permanece en Estados Unidos como un autoexiliado. ¿Lo pondrá esto a salvo de una acusación judicial, al revés de lo que le ha ocurrido a su modelo estadounidense? Es difícil de determinar por ahora, debido a que el brasileño alentó los acampes con su actitud de no reconocimiento del resultado del balotaje del 30 de octubre, pero –al revés de Trump– no se puso al frente de ninguna manifestación y hasta condenó –livianamente, es cierto– los hechos de violencia que se produjeron ni bien terminó el escrutinio.

Como sea, Bolsonaro debe responder aún en varios procesos judiciales y estos episodios no aliviarán su situación.

 

¿Rebeldía?

 

Al comienzo se señaló el carácter previsible de la invasión de esa horda de extremistas y la llamativa impotencia de la Policía Militar brasiliense, que se convocó para intervenir una vez que el estropicio estuvo consumado. ¿Hubo imprevisión, confianza en que el simple paso de los días desactivara esos focos de resistencia o, acaso, connivencia? Si este último fuera el caso, ¿queda involucrado el Ejército?

En uno de sus últimos actos de gestión, el presidente ultraderechista reemplazó al jefe del arma Marco Antônio Freire Gomes por el general Julio César de Arruda. El primero, un bolsonarista de paladar negro, no solo se había negado a desalojar el acampe frente al regimiento de Brasilia sino, incluso, a acatar las órdenes del nuevo Gobierno. La pregunta persiste: ¿la rebeldía castrense se limitó solo a Freire Gomes o este solo fue el emergente de una postura que abarca a más oficiales y fuerzas?

Uno de los caramelos envenenados que Bolsonaro le dejó a la democracia brasileña fue la repolitización de las Fuerzas Armadas y de seguridad. Durante su mandato, unos seis mil uniformados –tanto en retiro como en actividad– pasaron por diversos puestos en el aparato gubernamental, desde posiciones bajas hasta ministerios, la jefatura de gabinete y la propia vicepresidencia. Esos cuadros, deseosos por décadas de recuperar el protagonismo que las fuerzas tuvieron en la política hasta la redemocratización de 1985, no necesariamente van a volver al ostracismo político con docilidad.

La represión bajo el último régimen castrense brasileño fue dura, pero menor que la de sus homólogos de Argentina, Chile y otros. Asimismo, sus políticas económicas fueron de cuño desarrollista, alejadas del neoliberalismo pinochetista o videlista que tantos costos sociales produjo. El conjunto hizo que las Fuerzas Armadas se retiraran del poder, si no prestigiadas, al menos más fuertes que otras en América del Sur y que en los años sucesivos conservaran niveles de ponderación social relevantes.

La oficialidad que pergeñó por años estrategias para la recuperación de un rol político –incluso tomando al diputado Bolsonaro como un instrumento que, a la postre, desarrolló una agenda propia– siempre insistió en que su gente tenía capacidades para gestionar la cosa pública mayores que las de una partidocracia cruzada por la corrupción.

Ese germen pervive, bajo la superficie, en la política brasileña. Los conmocionantes episodios de las últimas horas no son más que el géiser de ríos calientes que siguen recorriendo el subsuelo sin que se los perciba.