Intenciones
Esa intención fue explícita en las consignas de los acampes, tolerados no se sabe si por falta de deseo de reprimir o por complicidad, por la policía local y por el Ejército que tiene el monopolio de la actuación en los terrenos lindantes a sus cuarteles.
Además, ese objetivo fue confesado por el militante bolsonarista George Washington de Oliveira Sousa, quien fue detenido el sábado previo a la Navidad en medio de preparativos para hacer estallar un camión lleno de combustibles en las inmediaciones del aeropuerto de Brasilia.
Otra diferencia entre la toma del Capitolio y la Explanada de los Tres Poderes y sus edificios es que la primera fue prácticamente acaudillada por un Trump que todavía seguía en funciones, mientras que la segunda se produce cuando Bolsonaro permanece en Estados Unidos como un autoexiliado. ¿Lo pondrá esto a salvo de una acusación judicial, al revés de lo que le ha ocurrido a su modelo estadounidense? Es difícil de determinar por ahora, debido a que el brasileño alentó los acampes con su actitud de no reconocimiento del resultado del balotaje del 30 de octubre, pero –al revés de Trump– no se puso al frente de ninguna manifestación y hasta condenó –livianamente, es cierto– los hechos de violencia que se produjeron ni bien terminó el escrutinio.
Como sea, Bolsonaro debe responder aún en varios procesos judiciales y estos episodios no aliviarán su situación.
¿Rebeldía?
Al comienzo se señaló el carácter previsible de la invasión de esa horda de extremistas y la llamativa impotencia de la Policía Militar brasiliense, que se convocó para intervenir una vez que el estropicio estuvo consumado. ¿Hubo imprevisión, confianza en que el simple paso de los días desactivara esos focos de resistencia o, acaso, connivencia? Si este último fuera el caso, ¿queda involucrado el Ejército?
En uno de sus últimos actos de gestión, el presidente ultraderechista reemplazó al jefe del arma Marco Antônio Freire Gomes por el general Julio César de Arruda. El primero, un bolsonarista de paladar negro, no solo se había negado a desalojar el acampe frente al regimiento de Brasilia sino, incluso, a acatar las órdenes del nuevo Gobierno. La pregunta persiste: ¿la rebeldía castrense se limitó solo a Freire Gomes o este solo fue el emergente de una postura que abarca a más oficiales y fuerzas?
Uno de los caramelos envenenados que Bolsonaro le dejó a la democracia brasileña fue la repolitización de las Fuerzas Armadas y de seguridad. Durante su mandato, unos seis mil uniformados –tanto en retiro como en actividad– pasaron por diversos puestos en el aparato gubernamental, desde posiciones bajas hasta ministerios, la jefatura de gabinete y la propia vicepresidencia. Esos cuadros, deseosos por décadas de recuperar el protagonismo que las fuerzas tuvieron en la política hasta la redemocratización de 1985, no necesariamente van a volver al ostracismo político con docilidad.
La represión bajo el último régimen castrense brasileño fue dura, pero menor que la de sus homólogos de Argentina, Chile y otros. Asimismo, sus políticas económicas fueron de cuño desarrollista, alejadas del neoliberalismo pinochetista o videlista que tantos costos sociales produjo. El conjunto hizo que las Fuerzas Armadas se retiraran del poder, si no prestigiadas, al menos más fuertes que otras en América del Sur y que en los años sucesivos conservaran niveles de ponderación social relevantes.
La oficialidad que pergeñó por años estrategias para la recuperación de un rol político –incluso tomando al diputado Bolsonaro como un instrumento que, a la postre, desarrolló una agenda propia– siempre insistió en que su gente tenía capacidades para gestionar la cosa pública mayores que las de una partidocracia cruzada por la corrupción.
Ese germen pervive, bajo la superficie, en la política brasileña. Los conmocionantes episodios de las últimas horas no son más que el géiser de ríos calientes que siguen recorriendo el subsuelo sin que se los perciba.