Discursos de odio: «Hay sectores políticos que están explotando el clima de malestar»

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Más de un 26 por ciento de los ciudadanos argentinos promovería o apoyaría discursos de odio. El dato fue plasmado en un informe del Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismo (LEDA) de la Universidad Nacional de San Martín. El estudio se publicó en 2021, pero «es un indicio del clima de intolerancia» que hoy reina. «Esa predisposición estaba preparando este momento», sugiere el sociólogo Ezequiel Ipar, investigador del Conicet, posiblemente uno de los especialistas que más conozca el tema. Lo viene desmenuzando tanto cualitativa como cuantitativamente hace un año y medio. Puede hablar de causas, de cómo se construyen estos mensajes, por qué se intensificaron, qué caminos se pueden tomar ante el problema. De su relación con el atentado a CFK, el rol de medios y redes, de cómo cierto sector de la oposición los explota a su favor y cuál es el perfil de los haters. –¿Qué conexión hay entre los discursos de odio y el atentado a CFK? –El gran problema para abordar esto con seriedad es el verbo o sustantivo que usamos para establecer esa relación. Iría por la opción más prudente: generan las condiciones de posibilidad. Sobre todo en el último año hubo un crescendo, muy posiblemente motivado por la pandemia, la crisis económica, la guerra. Algo se volvió insoportable, por problemas que son del país y del mundo. Hay estrategias político-ideológicas que inciden en esto, en derivar la causa de ese malestar en determinadas figuras o posiciones políticas, con la estrategia del chivo expiatorio. Pasó acá y en otros países. Hay sectores políticos que están explotando el clima de malestar. –¿Cuál es el perfil de quienes sostienen discursos de odio en nuestro país? –26 por ciento es un número importante, porque los enunciados que usamos para medir discursos de odio eran muy intensos. Por ejemplo: «deportar a todos los negros». Publicamos el informe en 2021, pero la encuesta era de fines de 2020 y comienzos de 2021. Queremos volver a hacerla; probablemente dé bastante peor. Es un indicio del clima de intolerancia. Esa predisposición, de algún modo, estaba preparando este momento. El perfil socioeconómico es prácticamente insignificativo en términos estadísticos. Es casi lo que no explica nada. La edad explica un poquito, con una mayor incidencia de los milennials. Eso nos sorprendió. Puede ser por motivos económicos, porque eran los que estaban padeciendo más las fricciones, el agujero económico. Hay gente que tuvo que dejar de trabajar; muchas trayectorias sociales destruidas por la pandemia. –¿La precarización laboral entonces tiene una incidencia? –Precario puede ser no sólo un rappi, sino también un abogado que trabaja para un estudio internacional o alguien que vende informática. Alguien que hoy gana bien y mañana puede no tener ningún trabajo. Sí, prestaría atención a qué pasó con los precarizados. Los discursos de odio tienen un lado hacia afuera, de poner un objeto, enunciar la disposición a destruirlo, pero también intentan hacer algo hacia adentro. En general es fortalecer lo que está fragilizado, por ejemplo, el «yo» en un determinado momento de crisis. Construir defensas que objetivamente la sociedad está destruyendo. Donde había una herida cicatrizar, suturar. Heridas de autorreconocimiento, autoprestigio, autoestima. Por ejemplo, cuando te quedaste sin trabajo. Tenés alternativas, como tratar de entender las causas objetivas, modificar la realidad o resolver ese problema despreciando a algún otro. Instituyéndote imaginariamente en el modo en que te reconocés a vos mismo como superior a otro. Esto lo vivimos con mucha intensidad en los últimos dos años. –Durante la pandemia la calle fue «tomada» por personas que desplegaban discursos de odio. ¿Este episodio implicó un antes y un después en la producción y circulación del sentido? –La pandemia fue absolutamente dañina, impensable y atravesó prácticamente todas las esferas de la vida social. La gran pregunta cuando estábamos dentro del episodio era cómo se lo iba a procesar subjetivamente y qué iba a hacer el Estado. Empezó a haber un distanciamiento de la preocupación por un abordaje común sobre los problemas, se transformó en una discrepancia enfática y después empezó a haber una utilización política del malestar. Estudiamos una cronología de eso con un grupo de muchas universidades y notamos que, como secuela de la segunda ola, se quebró definitivamente la idea de un consenso político para abordar esto. Ahí empezó una radicalización del uso estratégico. En nuestro país un sector de la oposición siguió ese camino. En términos de política partidaria tuvo cierto éxito. –¿Podemos rastrear un origen de estos discursos en el país? Si es un problema persistente, ¿qué particularidades encontramos ahora? –Desde la democracia tenés procesos de violencia política clara –levantamientos, violencia contra las instituciones– pero que tal vez eran minoritarios, como es el caso de los carapintadas. Ahora el clima de intolerancia está más en la sociedad civil y roza partidos políticos mayoritarios con representación parlamentaria. Se plasma en esto de tener un partido a la derecha de la derecha dentro del Parlamento haciendo una elección muy buena en la Ciudad de Buenos Aires. Es una novedad del ’83 para acá. Ahora, si me decís «clima de violencia política» vas a ir a la última dictadura, a los momentos de mayor violencia de nuestro país, tiempos quizá mucho peores que el actual. Lo preocupante es que lo que estamos viviendo nos remita, cuando queremos reconocer de qué se trata, a episodios muy trágicos, sangrientos, violentos. Es inquietante aunque no estemos repitiendo la historia tal cual. –¿Cuál es el rol de las redes en la producción y circulación de estos mensajes? –La pandemia generó un desplazamiento extraño hacia una homologación de la validez de las redes con los medios tradicionales. No es que las redes hayan crecido en prestigio, legitimidad y valor de verdad frente a los medios: pasa que los medios cayeron muchísimo. Tenían la necesidad de dar periódicamente cierta información oficial sobre la pandemia, cifras de muertos, medidas… una parte de la ciudadanía empezó a querer huir y se refugió en las redes. La libertad imaginaria de poder moverse hacia lo que uno quería hizo crecer la llegada, la necesidad del uso, inclusive hubo un confort que ofrecieron las redes. En un momento, una determinada parte de la población no buscaba ya credibilidad. Las redes tuvieron una oportunidad histórica. El fenómeno (de los discursos de odio) venía por otro lado y muchas orientaciones político-ideológicas aprovecharon lo que ofrecían las plataformas. –¿Estás a favor de la idea de un proyecto de ley contra estos mensajes públicos? –Hay una larga discusión en el ámbito normativo, que viene desde la declaración de los derechos civiles y políticos del ’66: la tensión entre el derecho irrestricto a la libertad de expresión y la preocupación porque no hacer nada con determinados discursos puede vulnerar otros derechos fundamentales. Es una discusión larga, pero no la subestimaría por compleja. Hay una bien interesante, mucho más reciente, en la Unión Europea, y creo que es un tema que hay que debatir. No estoy seguro de si es conveniente empezar poniendo arriba de la mesa un proyecto de ley. Tal vez hay que hacer un trabajo de problematización más sinuoso. Por el desarrollo de las tecnologías, y ahí volvemos a las redes, el debate se va a tener que dar. El debate normativo no incluye sólo la cuestión de la sanción penal de prohibir. Regular puede significar muchísimas otras cosas en las plataformas: medidas precautorias, cuestiones educativas, alertas frente a determinados mensajes. –Es más difícil pensar algo de ese estilo para los medios, por ejemplo en torno al ataque hacia ciertas figuras políticas, ¿no? –Cuando hay una crítica el otro lo puede vivir como ataque. La crítica de actos y discursos es incondicionalmente válida. Puede ser un ataque de mal gusto, una injuria o difamación, y eso tampoco lo inscribiría en un discurso de odio. Lo sería si lo que se hace es una amenaza o incitación a la violencia o justificación de la violencia política. Por ejemplo, si digo que considero que lo que hiciste merece la pena de muerte, prohibida por la Constitución. Otro tema que separaría es el de las fake news. Y no diría «los medios». Hay que analizar intervenciones particulares. Hace un mes y medio un grupo fue al Instituto Patria e hizo una performance que anticipaba que estaba organizando la muerte de la vicepresidenta. Los medios la filmaron y transmitieron con una banalidad pasmosa. Y filmaron también una escena inquietante, a un policía de la Ciudad saludando al señor que hacía la amenaza. Cuando un medio transmite eso sin decir que se está cometiendo una amenaza que es un crimen, que fue incorrecto lo que hizo el policía y se pasó un límite, cuando se transmite mal la noticia, sí –pongámosle el beneficio de la duda– involuntariamente puede estar colaborando en que se termine construyendo o legitimando un discurso que acentúe el clima de intolerancia política.