La torre Nakagin de Tokio: Lo que guarda un edificio cápsula

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En una entrevista con el escritor Juan José Millás, el arquitecto Toyo Ita explicó que, en general, ellos no saben exactamente cuándo fue construido un templo antiguo en Japón. Están intactos, no porque se conserven bien: fueron derribados varias veces y reconstruidos sobre sus cimientos: “Ustedes vienen de la piedra y nosotros de la madera… Además, levantamos nuestros edificios sobre terrenos sísmicos. Arquitectónicamente hablando, pertenecemos a una cultura de lo efímero… los edificios son obras que cada diez años se cambian, aunque el terreno sobre el que están hechos sea hereditario y no cambie de propiedad. Tenemos asumido como natural el cambio de imagen de la ciudad, que conlleva la renovación periódica de los edificios”. Por eso, Tokio, Nagoya y Osaka parecen siempre acabadas de estrenar.

Un edificio que fue vanguardia mundial –usado en películas y documentales– como la Torre Cápsula Nakagin, tiene medio siglo y ya es viejo. Por sus problemas estructurales –a pesar de su valor patrimonial– hay consenso en desarmarla (“demolición” no sería la palabra). El proceso está en obra y terminará el 29 de diciembre. Ni un día menos, ni más.

La obra se inauguró en 1972 con dos torres de hormigón unidas a 140 cápsulas de acero de 10 metros cuadrados, prefabricadas y amuebladas, encastradas con grúa como en una torre de Lego. Están sujetas al eje por cuatro tornillos y tienen un baño de avión en una esquina. También su interior fue una obra maestra del diseño, similar a la sala de mandos de una nave de Star Trek. Cada cápsula tenía una cama de pared a pared con cajones abajo, escritorio plegable y artefactos empotrados: luces, teléfono con dial rotatorio, TV Sony Trinitron, mini heladera, radio y cinta magnetofónica (no aun pasacassette).

El arquitecto Kisho Kurokawa pasó a la historia por este diseño sin cocina: los salary-man que lo usarían como residencia secundaria, comerían en los izakaya, barcitos del barrio Ginza, el cual tiene el metro cuadrado más caro de Tokio, la mayor mancha urbana de la tierra. Fue pensado para hombres, una arquitectura masculina: la mujer estaría en casa y el marido producía hasta cualquier hora. Era más práctico reponerse en una cápsula, un “cuarto adosado” a metros de la oficina. O también un lugar de trabajo en sí mismo, un estudio allí donde la sobrepoblación genera la microsegmentación espacial.

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La torre capsular de Kurokawa es el ícono de Movimiento Metabolista creado por discípulos del vanguardista Kenzo Tange en 1960, una arquitectura asimétrica adaptable y cambiante a lo largo del tiempo. La idea de este edificio fue que cada 25 años, las cápsulas fuesen reemplazadas por otras, desmontadas como piezas intercambiables. Incluso uno podría llevársela a otro lado (jamás sucedió). Eran utópicos y futuristas que creían en el progreso tecnológico, quienes –en tanto japoneses— miraban también al pasado. Su modelo era el shintoista templo de Ise que tiene 1300 años y se demuele y reconstruye cada 20 años: es antiguo y nuevo a la vez. Esos arquitectos pensaron a los edificios y ciudades como parte del ciclo regenerativo del renacer de la naturaleza, el modelo de la célula. Como un árbol, el edificio crecería, cambiaría sus hojas y moriría. Y rondaba la idea de la metamorfosis.

El tradicional concepto estético mono no aware estaba implicado en esa arquitectura organicista: una profunda sensibilidad –una dulce y dolorosa belleza carente del sentido trágico del romanticismo occidental— que nos invade al instante de la pérdida. Es la poética de lo efímero: el momento cumbre de la fiesta del hanami no es el de la floración de los cerezos, sino la lluvia de pétalos marcando el fin y el recomenzar del ciclo. Por eso, el día que empezaron a desmontar las placas del edificio Nakagin, la calle se llenó de gente con cámaras y lienzos con caballetes captando el ocaso de la obra (lo mismo sucede en parques durante la lluvia de flores).

El Metabolismo remite al minimalismo zen: Kurokawa creía en la belleza inherente de los materiales y no agregó decoración ni pintura. Era el diseño reducido a su mínima expresión: cajas con ventana circular acumuladas como una torre zigzagueante de “lavarropas”. Y ya. Esa abertura al exterior –que no se abre— proviene de las casas de té y los templos: se llama marumado. Incluso los interiores son ascéticos: así ha sido por milenios la habitación de la casa de madera japonesa, un espacio despojado de todo, un tatami en el suelo. En estas cápsulas no falta nada, incluso sobra.

Pero las ciudades y edificios no son árboles y la rigidez de los materiales generó que las pocas obras que ese movimiento llegó a construir, terminaran demolidas en su mayoría. Una lección de la torre Nakagin es que el hombre no está aún preparado para vivir como un pájaro en una jaula, por muy vanguardista y fotogénica que sea esa ilusión del microuniverso privado (el arte de la obra aplastó la funcionalidad).

A poco de inaugurada, la torre comenzó a decaer. En los últimos 20 años sus cicatrices fueron evidentes: musgo, óxido, corrosión, goteras internas y externas, caños de agua adosados a la vista, pedazos de concreto cayendo a la vereda e incluso una ventana completa: terminaron colocando una red. Y se quedaron sin agua caliente: instalaron una ducha colectiva en la planta baja. Algunas cápsulas perdieron la puerta y el dueño no se molestó en cambiarla. Como en las paredes había asbesto, anularon el sistema de ventilación. Para hacer arreglos mayores había que retirar las cápsulas, lo cual era caro: solo se las podría extraer desde arriba hacia abajo. Y para suplantar las del primer piso, había que quitar las 13 superiores: emparcharon hasta que se hizo casi inhabitable. Una cosa era admirar la obra desde afuera y otra habitarla.

Algunas cápsulas fueron reacondicionadas por un amante del edificio, Tatsuyuki Maeda, quien en 2010 comenzó a comprarlas hasta acumular quince, con el objetivo de salvar la obra. Primero intentó proponerla como Patrimonio de la Humanidad a la Unesco. Ya resignado, aspira que el Centro Pompidou de París incluya una cápsula en sus salas. Y se llevará algunas a un terrenito suyo para levantar una mini-torre cápsula (un reciclaje, como soñaba el arquitecto). Hasta hace meses, 80 cápsulas eran usadas como oficina, segundo hogar o sala de ensayo –tienen excelente aislamiento sonoro– y había 20 residentes fijos. El resto eran depósitos o estaban abandonadas. En 2021 los propietarios votaron demoler.

 

Aunque el diseño, como tal, no fracasó: fue una exitosa opción con otro uso. El hotel cápsula es su derivado –y su miniaturización– que avanza por el mundo. En Japón hay 176 casi siempre llenos. Así como los arboles son miniaturizados a la medida de la casa o el jardín, el hotel cápsula es en el fondo una torre bonsái. El edificio Nakagin fue un prototipo que envejeció rápido y mal, pero prefiguró también un futuro de soledades individualistas y viviendas unipersonales: un adelanto del “mundo cápsula” por venir.